miércoles, 24 de noviembre de 2010

CARTE DE THERESE O UNA CRONICA DEL OLVIDO

Cada día recuerdo a mis padres y mi hermano. Todos murieron. Yo había ido a otro barrio a hacer unos trabajos de la escuela con Claudine. En un momento, a casi las 5 de la tarde, todo se movió. Todo comenzó a caer. La madre de Claudine dijo que era un terremoto y que debíamos salir a la calle. Estábamos las tres muy asustadas y con miedo. Fueron momentos muy extraños, era como si el mundo se acabara. Contínua- mente había réplicas. Las gentes iban y venían locas por las calles saliendo de sus casas y se veían las casas caer. Eran como de papel mojado.

Cuando pasó lo peor, quise ir a mi casa. Quería estar con los míos. Era como caminar por el infierno. Heridos, muertos, cascotes, muros demolidos, todos mezclado. Un caos. Las personas corrían de un lado a otro. Otras personas lloraban agachados y escondien-do sus cabezas en el regazo, como si esa posición garantizara un consuelo. El miedo y la angustia era lo único respirable; eran tan densos que pareciera una amalgama ácida en la garganta que imposibilitaba tragar un poco de saliva.

Cuando llegué a mi barrio vi el desastre, era como todo lo anterior pero para mí era mayor. Eran los míos. Mis vecinos, mi familia; la mayoría muertos y muchos muy heridos. Se veían hasta miembros lejos de los cuerpos. Era el fin del mundo. Y yo allí, sin un rasguño pero muerta por dentro. Mis padres, la abuela y mi hermano estaban bajo los escombros. Imposible que debajo de todo aquello hubiera podido sobrevivir. Sólo pedía por dentro morir yo allí mismo. ¿Qué podría hacer?.

No sabía adonde ir. No podía moverme hacia el pueblo de mis padres buscando a la familia restante que me cobijara. Llorando volví sobre mis pasos a casa de Claudine. Me acogieron. Fui una hija más en aquellos momentos de angustia y desespero. Llegaron otros amigos y parientes. Cada casa ahora era un albergue en el que las paredes parecieran que hubieran dado de sí. Hubo que quitar muebles y adornos para albergar hacinados a tantas personas que necesitaban cobijo. Algo bueno había en todo este caos que no tenía fin, la camaradería y el entendimiento que había entre todos y las ganas de agradar, en la mínima cuestión, a cualquiera. A fin de cuentas, todos éramos víctimas, aunque estuviéramos indemnes físicamente; cada cual tenía el alma desgarrada y repartida por, no se sabía, cuales lugares de la ciudad. Puerto Príncipe era un montón de escombros. La mayoría vivían en casas hechas con plásticos y tablas recogidas en los escombros que hay por doquier.

En los primeros días había mucha confusión. Había carpas y lugares habilitados por el gobierno ante el miedo de replicas. Había colas interminables para adquirir algo de comida cuando la ayuda internacional llegaba. Los médicos no daban abasto y vinieron de todos los países. Parecía que el mundo era solidario con mi pueblo. Llegaban camiones con comida, médicos, ayuda de todo tipo, pero todo eso era muy insuficiente. Éramos muchos.

Se comentaba que los muertos subían de 270.000 y heridos y mutilados graves aún ni se sabía. Un ambulatorio de campaña para tanta gente era muy insuficiente. Seguía siendo el infierno. Eso sí no había fuego, pero demasiado dolor

Pasaban los días y llegaron soldados. Venían a ayudar, pero; ¿a qué? No sé.¿ A prevenir el pillaje?. Claro no se podría “robar”, pero, había algo que robar? O, simplemente, era un acto de supervivencia?. Seguía siendo el infierno.

Hay un infierno de lluvias ininterrumpidas. Si no era bastante el infierno que sufríamos, llegaron las lluvias. Y sin techo la mayoría. Las muertes seguían. Ahora era por infecciones y por las consecuencias de lo anterior. Gentes a la intemperie, sin ropas, sin descanso, sin comida y más. Ahora la lluvia sin parar. Pulmonías e infecciones diversas. Muerte. Ya no hay entierro, hay hoyos donde echar muertos y cal. Infierno.

Pasa el tiempo, 6 meses. Nos llegan enfermedades mortales. El cólera. Ya no llegan hace mucho tiempo ayudas internacionales. Al menos no tanto como necesitamos aún, Claro casi 4 millones de damnificados que están en el infierno. No son nada. Deben pudrirse. Cada día mueren más y más personas. Las gentes siguen sin saber cómo reorganizar su vida. Un hospital en el que, un plástico, separa los enfermos comunes de los enfermos de cólera, no debe ser la asepsia recomendable para que no se propague más la enfermedad.

¿Quien teme al infierno, si aún estoy viva. ¿Lo estoy?

Theresse

jueves, 4 de noviembre de 2010

CARTA A Sakineh Ashtiani

 Sakineh Ashtiani

Tal vez te hagas, desde el rincón de tu celda, de ese rincón de la muerte tantas, preguntas como estrellas hay en el cielo.

Quizá te preguntes por qué, un día, cometiste adulterio porque no amabas al hombre que, por fuerza, te fue entregado y que tuviste que asumir por tus creencias, también impuestas, por un absurdo pensar desfasado.

Quizás te preguntes si, después de haber sufrido la condena de los latigazos y obligada a confesarte del asesinato de tu aún marido, sin que ello esté demostrado, merezca la pena seguir viviendo, o más bien morir cada minuto con la espera.

Quizás desees que ya todo se acabe. Quizás creas que morir entre piedras lanzadas con odio no es tan malo.

Pero no. Te animo a que tengas fuerzas, porque no todo está perdido. Tal vez seas una mártir, pero no será en vano.

Desde fuera de ese infecto cubículo estamos luchando, no sólo porque no te lapiden, sino porque creemos que no es justo. Que es abominable. Que no tiene razón de ser. Que en el siglo XXI esas cosas no deben estar pasando. Que no sólo tú, sino esas leyes absurdas deben ser abolidas. Ten fuerzas Sakineh, porque si te lapidan, estarán lapidando a cualquier mujer de este planeta que quiera vivir en la libertad que le asiste como ser un humano.